Para los que no me conocen, mi nombre es Florencia Vivas,
tengo veintiún años y soy de Formosa capital. Hasta los dieciocho años, fecha
en que me mudé a Buenos Aires para
estudiar, viví allí. Podría decir que llevaba una vida prácticamente normal;
iba al colegio, visitaba a mis abuelos por las tardes, jugaba al hockey, salía
con amigas, practicaba inglés, entre muchas otras cosas. Me describo como una
persona hiperactiva que le encanta hacerse amigos y conocer gente, motivo por
el cual hacía y sigo haciendo muchas cosas.
No voy
a negar que siempre fuí un poco perfeccionista y que como cualquier ser humano
solía hacer un gran mundo de pequeños e insignificantes problemas, pero puedo
afirmar que ante aquellos problemas siempre traté de dar lo mejor de mí misma;
la verdad, no sé si es un defecto o una virtud, pero lo que si sé es que esa
manera de ser, a veces un poco torturante, hace un año me salvó la vida, y hoy
lo vuelve a hacer.
Fue en
el año 2014 cuando empezaron realmente los problemas. Un día me encontré
internada en el hospital por tener bajos los leucocitos (glóbulos blancos) ¿Glóbulos
blancos, qué es eso y qué efectos pueden causar en mi? me preguntaba. Los médicos me explicaron que eran un
conjunto de células sanguíneas que me protegían de cualquier agente extraño, y
que podría tenerlos tan bajos por un simple virus o hasta por una leucemia.
¿Cáncer? Imposible, a mi no me va a pasar.
Desde
ese entonces aprendí que uno no elige lo que le toca vivir; claro, nos encantaría decidir qué si y qué no, pero
lamentablemente la vida no nos pregunta, así como nos da momentos felices
también nos pone pruebas, y no queda otra que enfrentarlas y demostrar así que
nada ni nadie nos puede vencer.
El
jueves 24 de abril del 2014 me diagnosticaron Leucemia. El peor día de mi corta
vida.-Mamá, ¿me voy a morir? Fue lo primero que pregunté. En ese momento
me cuestioné mil cosas ¿Por qué yo? ¿Hice algo mal?.Incluso no creía en lo que
los médicos me decían, porque por lo que recordaba de las películas todos
morían por ésta enfermedad. Hasta que una siesta, entre llantos y lamentos una enfermera se acercó y me contó su
historia: ella también tuvo cáncer de joven y se había curado. “Yo luche por mi,
pero principalmente por mis hijos” fueron sus palabras. Entonces, ¿yo por qué
voy a luchar? Tengo un largo camino por recorrer y muchas cosas por vivir, sólo
que la vida me estaba poniendo a prueba y
debía pelear por ella. Entonces, en vez de bajar los brazos y buscar un ¿por
qué?, comencé a luchar.
Como
cualquier paciente que padece esta enfermedad la pasé mal, recibir
quimioterapia es algo difícil de describir, no es
para nada agradable. Con el tiempo el cuerpo empezó a responder al tratamiento;
adelgacé a tal punto que parecía una
nena de diez años, el pelo se empezó a caer, las pestañas y cejas también, pero
me negaba a pelar. La habitación era una bola de pelos y eso me ponía peor,
entonces una tarde tomé coraje y me pelé
completamente. Recuerdo cada lágrima deslizándose por mi mejilla cuando el
peluquero pasaba la máquina sobre mi cabeza. Cada vez que me miraba al espejo
lloraba porque no me reconocía, no me quería así. Hasta que un día decidí
escuchar algo que los médicos, los enfermeros, mi familia y amigos me repetían
constantemente: ¿Qué importa cuánto tarde el pelo en crecer, qué importa si
sale con rulos, mota o pelirrojo?, lo
bueno es que crece, y lo que importa es que estás con vida. Finalmente mi cabeza hizo un click, y comencé
a ver todo con otros ojos; a partir de ese momento me di cuenta que mis “grandes problemas” ahora
eran pequeños, y que en ésta vida hay cosas que requieren más atención.
Día a
día, durante seis meses en una habitación, enfrentando al miedo cara a cara; no
veía la hora de poder salir a la calle y caminar, simplemente caminar y disfrutar
de las pequeñas cosas que la vida nos regala, como un día soleado, una tarde en
la plaza, un mate en mi casa, un “te quiero”
de los amigos o un abrazo de la familia.
Desde ese
entonces entendí que la vida es mucho más sencilla de lo que parece, solo está en uno la manera en que decide
afrontarla.
Así
como pasé por momentos duros y difíciles, también pase por los mejores. Nada
más lindo y placentero que levantarse y ver a mi familia sonreír por mi bienestar.
Creo que después de todo lo vivido lloré muy pocas veces; creo que no hubo día
en que no me haya levantado agradecida por estar viva, creo que no hubo día en
que no haya disfrutado como si fuese el último.
Lamentablemente,
en Enero de éste año me dieron la noticia de que la enfermedad había vuelto, y
que la única solución era un trasplante de médula ósea. Mi mundo feliz se
derrumbó otra vez. Lloré, grité, como la
primera vez, hasta pensé que Dios me quería a su lado. Llegó la hora de internarme,
de hacerme la bendita punción medular, recibir quimioterapia, de sentirme mal,
muy mal, desganada y de preguntarme ¿Por qué yo otra vez? ¿Qué hice mal? Pensar
en que tenía que encontrar un donante que sea compatible conmigo me
atormentaba, pero afortunadamente mis papás me dieron una hermana -Maca- que pudo salvar
mi vida. El 26 de Marzo, Maca y yo fuimos una. Ella se convirtió en mi alma
gemela. No solo me salvó la vida, sino que me dio una nueva y ni siquiera puedo describir cuánto agradezco por ello. Si antes la amaba, ahora la amo más.
El 26
de Marzo volví a nacer. Ese día me dije a
misma: “yo puedo, esto no me va a vencer”.
Hoy, tres
meses después del trasplante, puedo decir que a duros golpes aprendí muchas
cosas. Mi vida cambió completamente; si bien tuve que renunciar temporalmente a
ciertas cosas que amaba, como ir a la
facultad, jugar al hockey, y salir a
bailar con mis amigas, descubrí otras nuevas: comencé con otras actividades que
por falta de tiempo, no de interés, no las hacía, y lo más importante de todo,
es que conocí a personas valiosas que pasaron o están pasando por lo mismo. De
más está decir que son de ayuda incondicional, principalmente en esos días
pocos felices, bajones y frustrantes.
Hoy, tres meses después del trasplante puedo afirmar
que sigo siendo la misma Flor, alegre, familiar y amigable, con la diferencia
de que vivo el día a día sin pensar en
el futuro, disfrutando de las cosas que
me hacen feliz, sin apuro, sin prisa. DISFRUTAR, con calma y VIVIR.
En éste tiempo mis miedos desaparecieron. Todas las
cosas a las que les temía se esfumaron, ya que ahora cada mañana es despertar y
pensar en que si pudiera hacer algo, sería volver atrás y hacer todas éstas
cosas, pensar menos y vivir más.
En éste
tiempo crecí y descubrí que soy más
fuerte de lo que pensaba.
En éste
tiempo me di cuenta lo feliz que soy con las personas que me rodean, lo
afortunada que soy de tener la familia que tengo, el amor incondicional de mis seres queridos que me bancaron y me bancan
siempre. Me di cuenta que un abrazo, una
caricia o una palabra de ellos me llena el alma, y que verlos felices por mi
bienestar, me reconforta. Me di cuenta
lo feliz que soy con mis verdaderas amigas, que hicieron que momentos de mierda
sean pasajeros, y que fácilmente logran que
aún en situaciones difíciles, ría, con una risa genuina.
Hoy, después
de haber pasado tanto, ya no me pregunto ¿por qué a mí? sino ¿POR QUÉ NO A MI?,
ni tampoco ¿Por qué? Sino ¿PARA QUÉ? Finalmente comprendí que aquí está la respuesta: hay que dejar de preguntarse los por qué de
las cosas y más bien buscar el para qué, ya que de esta manera la vida sería mucho
más simple para todos. Como dije al principio, la vida es mucho más
sencilla de lo que parece, solo está en
uno la manera en que decide vivirla.